Inventiva y complejidad en la visualidad teológica americana: las variaciones al arquetipo de la Divina Pastora
José de Páez, ca. 1770, Santa Fe, New Mexico History Museum.
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Brindando una acogida entusiasta, las Indias recibieron de forma pronta y vehemente una nueva advocación mariana surgida en Sevilla en 1704: la Divina Pastora. Su mismo iconógrafo, fray Isidoro de Sevilla, da cuenta de tan veloz recepción: “En otras remotísimas partes de las Indias, así de Tierra Firme como Nueva España, hay innumerables estampas y muchas pinturas de la Divina Pastora, oyéndoles cantar por sus calles y plazas, como me lo han asegurado personas fidedignas, las mismas coplas que en Sevilla se le cantan. Y esto todo en el corto espacio que media desde el año 1704 hasta el año 1720, que es una maravilla que en tan corto tiempo haya crecido tanto y aumentándose esta utilísima devoción” (1732, p. 523). Aunque el capuchino indica la data de 1720, y seguramente la iconografía, en formato grabado de forma mayoritaria, ya circulaba con antelación a este año, la imagen más antigua de la Pastora en América que hoy conservamos se fecha en 1732. Es decir, apenas treinta años después de que se encargara el modelo primigenio en Sevilla al pintor Alonso M. de Tovar, el novohispano Pedro López Calderón pinta una espléndida tela (Figura 1). Así, las efigies pastoreñas se extenderán por todo el continente, prodigándose en la segunda mitad de la centuria. Para entonces, la imagen ya ha hecho el tornaviaje, y en Sevilla circulaban desde 1751, al menos, estampas salidas de las prensas mexicanas.
En la pronta e intensa llegada de la Divina Pastora a las Indias jugó un importante papel la fundación de Cádiz, establecida en 1732 por el mismo fray Isidoro y consiguiendo capilla propia en pocos años. Las gentes del mar que pululaban en la ciudad, nuevo puerto de América por entonces, fueron uno de los colectivos considerados en la oratoria del capuchino, como demuestra la novena que proclamaba a la Virgen: Pastora Divina de los navegantes. A partir de entonces, las embarcaciones serán puestas bajo la advocación pastoreña, portarán sus imágenes en estampas y lienzos, o alcancías para recaudar limosnas; mientras la tripulación reza ante ellas. El lienzo pintado en 1764 por Felipe de Rivera en Salta, una vera effigies de la escultura gaditana que reproduce incluso el arco con los angelotes del camarín (Figura 2), pone de manifiesto la política devocional que se dirigió a los marineros desde Cádiz acudiendo a la práctica de las indulgencias. Esta ecuación Cádiz-navegantes aseguraba la travesía atlántica a la devoción, pero no basta para explicar su veloz e intensa inoculación en el continente. Quizá la cálida acogida dispensada por las poblaciones indígenas o amestizadas pueda atribuirse a la prominente raíz agraria de estas en el paralelismo establecido con una Virgen dedicada a tareas ganaderas en un ámbito rural (aún a sabiendas del sentido alegórico que el rebaño ovino encierra).
La profusión de variantes que surgen del primigenio modelo es, junto al ritmo trepidante en la difusión, el factor que mejor evidencia la asimilación de la iconografía en América. Como de costumbre, el Nuevo Mundo ensanchó las posibilidades de los arquetipos visuales que llegaban de Europa, haciendo gala de una inventiva y complejidad teológica pasmosas. Así, América enriqueció la iconografía de la Virgen como pastora; y lo hizo desoyendo las advertencias de fray Isidoro que pretendían fijar el modelo: “… si se pintare, o se esculpiere otra alguna imagen, añadiéndole, o quitándole algo, que no sea, como lo que llevamos referido, no se puede llamar Pastora […] Por tanto pido, y con todo rendimiento suplico a los Venerables Padres misionarios, así los que pasaren a Indias a propagar la Católica Fe […] lleven consigo esta Sacro-Santa Imagen, no variándola, quitándole, o añadiéndole algo a la idea con que está la primitiva” (p. 223).
La mención a las Indias parece un toque de atención a las divergencias iconográficas que desde temprano brotan en el continente. Téngase presente que ya en 1746 Carlos Clemente López pinta a la Virgen de pie, en lugar de sedente (Figura 3); mientras que pocos años después, José de Páez la presentaba insólitamente tumbada sobre un arcádico lecho de flores (Figura 4). Ambos casos, solo dos ejemplos de la marea iconográfica pastoreña, no solo comprenden variaciones a nivel formal (algunas leves, otras notorias), sino innovaciones que atañen al plano más profundo del contenido y su significado.
Las disposiciones de fray Isidoro para un canon iconográfico fueron ampliamente ignoradas en América. Al igual que ocurrió en casos heterodoxos como la Virgen de la Luz o los Siete Príncipes, la distancia oceánica impidió el férreo control que la preceptiva mantenía en la península. Si ello sucedía incluso cuando existía una normativa inquisitorial, en ausencia de esta el margen de libertad creativa se ampliaba. Y esto es precisamente lo que aconteció con la Divina Pastora en los virreinatos; un caso que bien puede servir para desmentir la errónea y peyorativa consideración que tacha a la imagen producida en ultramar como servil copia de modelos europeos. Las variantes iconográficas desarrolladas en América ejemplifican de forma concluyente la capacidad que demostró el arte virreinal para visualizar complejas cuestiones teológicas, toda vez que pudo. Y en ello la lejanía le benefició, alentado por una mayor libertad frente a la ortodoxia peninsular y europea. La riqueza que las pinturas pastoreñas exhiben en forma y contenido es uno de los mas notorios casos para el alegato sobre la inventiva de la visualidad americana.
Cómo citar:
Escardiel González Estévez, «Inventiva y complejidad en la visualidad teológica americana: las variaciones al arquetipo de la Divina Pastora», Iconoteca CIRIMA: Circulación de la imagen en la geografía artística del mundo hispánico en la Edad Moderna, 2021. Consultado el FECHA. URL: https://cirima.web.uah.es/iconoteca/inventiva-y-complejidad-en-la-visualidad-teologica-americana-las-variaciones-al-arquetipo-de-la-divina-pastora/